Lulit.

Lulit.

miércoles, 10 de junio de 2009

Había empeazo a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y disctuir con el mayordomo una cuestión de aparecerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacía el parque de robles. Arrellanada en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos; la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del pacer casi perverso de irse desgajando línea a líena de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales, danzaba el aire del atardecer bajo los robles.. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechabaza las caricias, no había venido para repetir las ceremonías de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. EL puñal entibiaba contra su pecho, y debajo la´tia la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentia que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que aenredaban el cuerpo del almante como queriendo retenerlo y disuardirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado; coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empelo minuciosamente atribuído. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empeza anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía ir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelo. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer; primero una puerta azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. NAdie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo la novela.

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